No podía ser más acertado el título de esta revista: Saverio, Revista Cruel de teatro, porque lo que le ocurre a Saverio, en Saverio el cruel, la obra de Roberto Arlt, guarda estrecha relación con los mecanismos creadores del hecho teatral.
Saverio participa de un engaño –el perpetrado por Susana y su tribu-, y lo que monta el autor de La isla desierta es un juego de teatro dentro del teatro. Un juego que termina en tragedia, como suele ocurrir cuando el delirio de unos cuantos se ensaña con la ingenuidad de otro.
“El teatro es como la peste, un azote vengador, una epidemia redentora”, escribió Antonín Artaud en El teatro y su doble. Y es la peste lo que golpea a Saverio en manos de sus enemigos. En el buen teatro la peste es imprescindible. La peste podría ser también un sinónimo de lo dionisíaco, de aquella fuerza original que tuvo Dionisio cuando en las fiestas celebradas en su honor convirtió la danza en el descontrol, en el estallido de las estructuras tradicionales, en la teatralidad como parte de una fiesta en la que lo orgiástico se transformaba en hecho creador.
La peste precipita la tragedia de Edipo en la obra de Sófocles. Y no se trata únicamente de la peste que asola a Tebas; la peste es también el incesto y, sobre todo, el haber asesinado al padre en el cruce de caminos. La peste es la repetición, es lo inconsciente que vuelve, es el retorno al mismo lugar. Cuando en el teatro nos enfrentamos a grandes realizaciones siempre vislumbramos algo del orden del caos. Tato Pavlovsky en El señor Galíndez o en Potestad; Griselda Gambado en El campo, Ricardo Monti en Visita, por solo citar tres admirables dramaturgos, han hecho honor a la epidemia redentora del teatro al mostrarnos un mundo que no es otra cosa que el nuestro. Lo otro, parafraseando a Peter Brook, es un teatro mortal, un teatro digestivo, ideal para conversaciones de señoras a la hora del té.
En la cartelera teatral porteña hay en estos días dos espectáculos memorables: La omisión de la familia Coleman, de Claudio Tolcachir, y La pesca, de Ricardo Bartís. En el primero el público encuentra una familia en la que la omisión es, precisamente, lo real, aquello que sirve de sostén al grupo. Son una familia porque nunca han hablado de lo que hay que hablar. La teatralidad del espectáculo le permite al espectador un goce secreto, casi como rondar la pulsión de muerte sin sumergirse en ella.
La pesca, valiéndose de tres intérpretes excepcionales –Sergio Boris, Carlos Defeo y Luis Machín- habla de la historia argentina al devolvernos nuestra propia peste, aquella que supimos conseguir, pero sin laureles. Los argentinos hemos sido, a menudo, estos tres infelices que, como Vladimiro y Estragón en Esperando a Godot, la obra de Samuel Beckett, esperan algo que nunca llega. Atilio “el tísico”, René “el sueco” y Miguel Angel, se reúnen para pescar bajo techo en una suerte de piletón que ellos creen conectado con el entubamiento del arroyo Maldonado. Atilio percibe como su vida está próxima a extinguirse; René, huérfano de padre, cree estar de novio con Irene, mientras que Miguel Angel sufre por la mujer que lo abandonó hace dos años. La peste que los castiga a ellos es la de no poder ver la realidad, la de jugar a estar vivos cuando, en realidad, son como fantasmas, como muertos en un sótano que representa un país, el nuestro, que nunca fue lo que quiso ser.
Una revista de teatro puede también ser parte del proceso creador de lo escénico. Dialogar con los espectáculos, acorralarlos, buscar nuevas interpretaciones, evitar los lugares comunes es parte del hecho estético. Una crítica que no se anime a arriesgar hipótesis de significado es una crítica muerta. Es siempre mejor ser una revista cruel que ser una revista anodina. No hay teatro sin cierta crueldad. ¿No es cruel, acaso, ver a Rey Lear vagando por el desierto después de haber alejado de si a Cordelia, la única hija que lo amaba?
Crueldad y peste deberían ser dos palabras claves para comprender los procesos creativos en el teatro. Pero no se trata de dos palabras para usar de comodín o para quitarles densidad. Kafka escribió alguna vez: “Un libro debe servir para romper el mar helado que tenemos dentro”. Podríamos afirmar, ya sobre el final, que si el teatro no cumple esa función no sirve para nada. El mar helado que acompaña a buena parte de la sociedad contemporánea es la insensibilidad hacia la pobreza, hacia las masacres perpetradas en las guerras, hacia la suerte del otro. En Teatro Abierto los actores, directores y todos los que hacían posible ese fenómeno que se opuso a la dictadura, exponían sus cuerpos a los asesinos que podían ingresar en la sala y, con total impunidad, asesinarlos. La dictadura trajo la peste, pero el teatro, sabio siempre, les devolvió con otra peste: la de la lucha y la de la resistencia. La única peste que vale la pena.